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Alberto Pérez Camarma, El convento carmelita descalzo de San Pedro de Pastrana

Alberto Pérez CamarmaEl convento carmelita descalzo de San Pedro de Pastrana (Guadalajara), o de los carmelitas de abajo, fue fundado por Santa Teresa de Jesús en el verano de 1569. En el capítulo 17 del Libro de las Fundaciones (Cepeda y Ahumada T. (1983), Las Fundaciones, Madrid: Editorial de Espiritualidad, pp. 120-126), escrito por ella misma a modo de autobiografía, narra cómo de camino a esta localidad alcarreña se encontró con dos ermitaños, Juan Narducht y Mariano Azzaro, que se encontraban buscando una ermita donde instalarse y hacer vida eremítica. La santa abulense les propuso que ingresaran en el Carmelo porque precisamente ella acudía a Pastrana a fundar un convento femenino de carmelitas descalzas, requerida por los príncipes de Éboli – a la sazón, también duques de Pastrana -. A su muerte, en octubre de 1582, esta orden se encontraba consolidada y patrocinada por importantes miembros de la nobleza disponiendo, para ello, de recursos materiales y económicos para sufragar la construcción de nuevos complejos conventuales tanto masculinos como femeninos. Es el caso de este cenobio que fue levantado entre finales del siglo XVI y durante los primeros años del siguiente. La llegada posterior de San Juan de la Cruz significó su puesta en marcha (Pérez L. (1922), “Los duques de Pastrana”, Archivo Ibero-Americano, 18, pp. 48-69).

En este sentido, si se comprende el funcionamiento del sistema cortesano español se entenderá, a su vez, la fundación de este convento. La Corte (Martínez Millán J. (2006), “La Corte de la Monarquía Hispánica”, Studia Historica. Historia Moderna, 28, pp. 17-61) se trató no sólo del lugar geográfico donde residió el rey y tenían su sede los consejos, secretarías o tribunales de la monarquía, sino también el elemento que articuló los diferentes reinos que la compusieron e impregnó las relaciones político-institucionales hasta la instauración del régimen liberal, a comienzos del siglo XIX, ya que las relaciones durante el Antiguo Régimen fueron de carácter personal y no institucional -como sucede en la actualidad-. Dentro de este espacio existieron facciones cortesanas o grupos de poder que se diferenciaron entre sí por contar con una determinada concepción y organización de los reinos así como un modo particular de entender el catolicismo. La dinámica de funcionamiento de este sistema consistió en desplazar del poder a la facción opuesta y en la imposición de su ideología político-religiosa. A partir de 1568 se produjo la asunción al poder de la facción castellanista -o albista- liderada por don Fernando Álvarez de Toledo, tercer duque de Alba, que se caracterizó por defender la hegemonía del reino castellano sobre el resto y por la práctica de un catolicismo, netamente hispano, que entroncaba con los ideales visigodos y de la reconquista contra el infiel musulmán y que, por estos mismos años, estaba siendo implantado por Felipe II. Este catolicismo iba a entrar muy pronto en conflicto con el defendido por los pontífices, heredero del Concilio de Trento (1545-1563).

Este reemplazo significó el alejamiento de la facción ebolista -o papista- cuya cabeza era don Ruy Gómez de Silva, príncipe de Éboli. A este “partido” pertenecieron personajes relevantes como su esposa, doña Ana de Mendoza y de La Cerda, el secretario de estado de Felipe II, Antonio Pérez, don Gaspar de Quiroga, arzobispo de Toledo, don Álvaro de Mendoza, obispo de Ávila, el nuncio pontificio, Nicolás Ormaneto, o el contador, Nicolás de Garninca que patrocinó el convento de San Bernardino de Madrid, un signo del triunfo de los descalzos. Pero también algunos miembros de la familia real, como es el caso de la hermana del monarca, la princesa doña Juana de Austria -fundadora de las Descalzas Reales de Madrid-, su otra hermana, doña María, emperatriz de Alemania, la hija de ésta, la infanta-monja, sor Margarita de la Cruz -que profesó como franciscana clarisa en el convento fundado por su tía-, o el propio don Juan de Austria.

Se puede decir que el triunfo de la descalcez en la Monarquía Hispana se produjo, por un lado, en 1576 cuando el rey prudente encomendó la misión de Filipinas a frailes descalzos y, por otro, el 12 de noviembre de 1578 cuando el pontífice Gregorio XIII promulgó la bula Ad hoc nos Deus, según la cual, las nuevas constituciones aprobadas para los descalzos no podían ser modificadas y alteradas por los ministros generales de cada orden religiosa, aunque pertenecieran a la otra rama: la calzada. Como ha estudiado el profesor José Martínez Millán (“La transformación del Paradigma Católico Hispano en Católico Romano: la Monarquía Católica de Felipe III”, en Castellano Castellano J. L. y López-Guadalupe Muñoz M. L. (eds.), Homenaje a Antonio Domínguez Ortiz, Granada: Editorial de la Universidad de Granada, vol. 2, pp. 522-530), los integrantes de esta facción fueron partidarios de una representación equilibrada de los reinos hispanos dentro del contexto global de la Monarquía defendiendo, asimismo, una religiosidad de carácter intimista y personal que se definía por un amor excesivo y una confianza exclusiva en la voluntad todopoderosa de Dios. Es lo que se conoce -mencionado en las líneas anteriores- como la Espiritualidad Descalza del siglo XVII, de signo romano. En este contexto, ha de encuadrarse la reforma del Carmelo de la santa abulense, en general, y la fundación del convento de San Pedro de Pastrana, en particular, contando con la aprobación y refrendo del general de la orden, fray Juan Bautista Rubeo.

Este convento se sitúa a extramuros de la citada localidad. En un primer momento, contó con unas pequeñas ermitas que fueron habitadas por los primeros frailes. En su proceso constructivo intervinieron dos arquitectos carmelitas que contribuyeron a definir la tipología arquitectónica característica de los edificios de la orden: fray Juan de Jesús María (1564-1615) y fray Alberto de la Madre de Dios (1575-1635) (Alegre Carvajal E. (2003), La villa ducal de Pastrana, Guadalajara: AACHE Ediciones, pp. 191-192). El primero se encargó de proyectar la iglesia conventual estableciendo una aproximación temprana a lo que sería el prototipo repetido posteriormente en la mayor parte de los conventos descalzos. Se trata de una iglesia de nave única con crucero ligeramente resaltado en planta y con una cabecera recta. Mientras que el crucero se encuentra cubierto con una cúpula y el resto de la iglesia con una bóveda de medio cañón.

La fachada fue proyectada -en torno al año 1625- por el segundo arquitecto mencionado ya que por entonces se hallaba trabajando también en las trazas para la reedificación de la colegiata de esta localidad, requerido por fray Pedro González de Mendoza, obispo de Sigüenza y segundón de los príncipes de Éboli. Consiste en la típica fachada carmelita que se enclava en los pies de la iglesia. Posee un atrio compuesto por tres vanos con arcos de medio punto cada uno. En el centro existe una hornacina -hoy vacía-, pero que tuvo en su época una imagen de la Virgen del Carmen. A ambos lados, existen dos escudos de la orden. En la parte superior fue construido un frontón triangular que remata el edificio y en cuyo vértice hay una cruz.

Podemos afirmar que este edificio se trata de la típica construcción del Barroco Castellano porque se ha utilizado en ella el conocido como aparejo toledano, que combina la mampostería con hileras de ladrillo y zócalos de piedra. No cabe duda que esta sencillez, tanto en su construcción como en los materiales empleados -ladrillo, madera, yeso-, conecta con esa sencillez en vivir y sentir el catolicismo propio de la Religiosidad Descalza (Sánchez Hernández M. L. (1997), Patronato regio y órdenes femeninas religiosas en el Madrid de Los Austrias: Descalzas Reales, Encarnación y Santa Isabel,  Madrid: Fundación Universitaria Española).

Por otro lado, la fundación de este convento se enmarca dentro de ese fenómeno, impulsado por la nobleza, consistente en que habían de crearse cenobios donde los miembros de este estamento social manifestarían su profunda piedad y sentimiento religioso -sobre todo, después del Concilio de Trento-, servían para perpetuar la memoria del linaje, con la celebración de honras fúnebres y misas anuales por los miembros más prominentes de la casa nobiliaria y, por último, se encontraban destinados como lugares de enterramiento que, en el caso de los duques de Pastrana, fue elegida finalmente la cripta de la colegiata para este fin.

En definitiva, nos encontramos ante una construcción que si bien participa, desde el punto de vista artístico, de los elementos materiales que caracterizan al Barroco castellano de la primera mitad del siglo XVII, como es el caso de unos edificios en los que prima la sencillez y pureza, desde el meramente histórico, este convento se inscribe en el contexto de las luchas de poder de las facciones cortesanas filipinas y, en un sentido más amplio, en el tránsito de la Monarquía Universal o hispana, del Quinientos, a la Monarquía Católica, del Seiscientos -con las transformaciones políticas y espirituales que este proceso conllevó-.